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Emergencia y control: un balance de la AGN en 2020

Con el último Colegio de Auditores de 2020, a fin del mes pasado, se cerró un año que -con todos sus infortunios- puso de relieve el papel central que reviste el control de las cuentas públicas. En contextos de emergencia, la premura no puede afectar la transparencia y la fiscalización se vuelve aún más crítica.

Asumí formalmente como Presidente de la AGN el 17 de marzo. Dos días después se declaraba el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio. Mi primer año al frente del organismo transcurrió, por lo tanto, de modo remoto.

Estas circunstancias -la necesidad de mayor control sobre la Administración Nacional y la obligación de llevar esta tarea desde un espacio de trabajo repartido en los hogares de cada uno de los empleados de la AGN- presentaron un gran desafío.

Mirando el año en perspectiva, en medio del drama que vivió no sólo la Argentina sino el mundo, creo que la AGN estuvo a la altura de las circunstancias y -con el meritorio esfuerzo de sus trabajadores- se obtuvieron resultados satisfactorios en términos de la misión constitucional del organismo de control externo de la Argentina.

El conjunto de medidas que impulsamos  -adecuación normativa, continuidad de las sesiones de Colegio de Auditores por videoconferencia y aprovechamiento de las herramientas informáticas, entre otras- permitieron que en 2020 se aprobaran 184 informes de auditoría, una cifra apenas inferior a la de 2019, año que no presentó impedimentos para la tarea.

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Claves para navegar una segunda década perdida

Aún sin saber cuándo terminará la pandemia ni a cuántas personas alcanzará, ya es claro y definitivo que nos encontramos ante la crisis económica y social del siglo. En particular, para América Latina afrontamos, en términos económicos, la segunda década perdida, a semejanza de la que azotó nuestra región a principio de los ’80.

Cinco de los diez países más afectados por la pandemia COVID-19 son latinoamericanos.

Para compartir reflexiones sobre los alcances e impactos de la pandemia, participé ayer del Seminario Anual CARI 42: Estrategia Global de la Argentina en Tiempos Inciertos, junto con destacados colegas, Facundo Suárez Lastra, Vicepresidente 1º de la Comisión de Relaciones Exteriores y Culto de la Cámara de Diputados de la Nación, y Diego Guelar, Ex Embajador argentino en la Unión Europea,  los Estados Unidos, Brasil y China.

América Latina es el epicentro de la pandemia: de los diez países más afectados, cinco son latinoamericanos. Con el 9% de la población global, nuestra región contabiliza alrededor de un tercio de los contagiados a nivel global.

Esta pandemia alienta miedos individuales y, también,  acrecienta incertidumbres sociales. Y eso abre las puertas al surgimiento o a la consolidación de liderazgos autoritarios en la región (y también en todos los demás continentes). Efectivamente,  los populismos son poco capaces de afrontar los desafíos de la pandemia porque demuestran desdén hacia el saber de los expertos y hacia la organización, planificación y atención que se requiere para afrontar seriamente una pandemia. Desconfían, además, de los aprendizajes y de las buenas prácticas de la comunidad global.

“Los modos populistas descreen de los liderazgos cooperativos y, en general, revelan una vocación para encontrar mecanismos para administrar la sociedad desde el poder.”

La Argentina ingresó a la pandemia ya arrastrando un retroceso relativo con respecto a otros países de la región. El estancamiento económico que sufrimos desde hace décadas  ha tenido consecuencias directas en los dos paradigmas que nutren nuestra sociedad: la movilidad social y la justicia social.

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¿De crisis a oportunidad?

Cartel Coronavirus COVID-19 Buenos AiresLa pandemia viene de la mano de una mayor exigencia sobre la rendición de cuentas y comienza a entenderse que, sin control sobre los gobiernos, peligran las garantías para el goce de los derechos humanos. Esta demanda social es una oportunidad pero -en Argentina y otros países de Latinoamérica- primero hay que resolver un problema de fondo: muchos de los actores políticos, sociales y  gubernamentales relativizan, ignoran, eluden o niegan las leyes.

El jueves pasado participé de un webinario organizado por el Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas-UNDESA y la Encuesta de Presupuesto Abierto 2019-OPEN BUDGETS, titulado “De crisis a oportunidad: ¿cómo pueden medidas fiscales abiertas y responsables en respuestas al COVID-19 contribuir a la implementación de la Agenda 2030?”

El planteo es interesante ya que, en medio de una crisis de proporciones sólo comparables a la del ’30 (ver “Los desafíos de la gobernanza frente al COVID-19”), la exigencia de la población de un reporte sobre cómo se gasta cada peso para responder a la pandemia y atender sus consecuencias, puede acelerar el camino hacia los Objetivos de Desarrollo Sostenible.

La semana pasada la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (OEA – CIDH) hizo un señalamiento clave, que resulta particularmente relevante para los que ejercemos el control de la cuentas públicas: en la actual situación de pandemia, para garantizar el goce y ejercicio de los derechos humanos es indispensable que los gobiernos fortalezcan los mecanismos de rendición de cuentas.

Sin rendición de cuentas, no se puede garantizar el goce y ejercicio de los derechos humanos.

Este llamado de atención se fundamenta en la falta de criterios claros para rendir las cuentas sobre los gastos realizados, tal como surge de la Encuesta de Presupuesto Abierto 2019, que muestra una débil transparencia y supervisión del gasto público.

El hecho de que la lupa se haya puesto sobre el gasto público -y que además se esté comenzando a visibilizar la relación entre rendición de cuentas y derechos humanos- es un buen augurio.

En nuestra región, tenemos varios obstáculos para lograr transformar crisis en oportunidad, y algunos riesgos de que la crisis se transforme en hecatombe.

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Los desafíos de la gobernanza frente al COVID-19

El miércoles pasado estuve hablando sobre los desafíos de la buena gobernanza frente al COVID-19 en el ciclo de webinarios que lleva a cabo la Organización Latinoamericana y del Caribe de Entidades Fiscalizadoras Superiores (OLACEFS). 

Estamos frente a una emergencia sanitaria que ha derivado en una crisis humanitaria de escala global. Hasta ayer se podían computar más de 600 mil fallecidos y más de 15 millones de casos en todo el mundo.

Nuestra región de América Latina es hoy el epicentro de esta pandemia. Sólo Brasil computa más de 2 millones de afectados, el doble de la India.

La pandemia alcanza a todos los países, no discrimina por régimen político, ni por el nivel de desarrollo que ese país tiene, ni tampoco por el grado de su integración al mundo. Al mismo tiempo, afecta a todas las personas sin importar la ubicación en la escala social, la etnia, si practica alguna religión, ni cuál es la ideología que posee.

No sabemos cuándo concluirá la pandemia ni cuántas víctimas se cobrará. Tampoco sabemos cómo quedará el tablero geopolítico global. Entre tanta incertidumbre hay una certeza: ya, hoy, estamos frente a la crisis económica y social mas intensa desde 1930.

En este contexto podemos debatir muchas cosas. Podemos debatir cómo quedarán la estructura y la distribución del poder mundial; si se intensificará o no la “des occidentilización” de la globalización que ya está en marcha. Podemos discutir -hay opiniones encontradas- sobre cómo quedaran paradas las instituciones multilaterales. También hay puntos de vista divergentes sobre la rivalidad geopolítica entre las superpotencias: ¿cómo emergerán  China y Estados Unidos tras la pandemia? ¿afianzará alguno de esos países el predominio tecnológico?

Entre toda esta incertidumbre, hay algo que está fuera de discusión. Aún sin saber cuándo concluirá la pandemia y cuántas víctimas nos dejará, hoy ya estamos en condiciones de afirmar que estamos frente a la crisis económica y social más profunda e intensa desde 1930 a la fecha.

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A cuatro años del compromiso ODS

En julio participé de una reunión internacional en las Naciones Unidas en la que se evaluó el nivel de preparación de los países para cumplir los Objetivos de Desarrollo Sostenible, esa gran empresa mancomunada por erradicar la pobreza, proteger el planeta y asegurar la prosperidad, que resulta cada vez más central en la tarea de auditar la gestión estatal. 

En el año 2015, en la Asamblea General de la ONU, más de 190 Estados -entre los que se cuenta nuestro país- se comprometieron al cumplimento de una serie de objetivos, conocidos como los Objetivos de Desarrollo Sostenible, los ODS.

Los ODS, que son diecisiete, se basan en atender de manera simultánea desafíos de naturaleza ambiental, de tipo político y de contenido económico y social. A escala global, y a su vez cada Estado, se proponen 169 metas, a ser cumplidas en un horizonte que se extiende hasta el año 2030.

Este compromiso es posible por la confluencia de tres procesos que han caracterizado los procesos globales en las últimas décadas: la democratización como forma de gobierno, la globalización de la economía y la creciente desigualdad entre las naciones y hacia el interior de los países, tema sobre el que hablé recientemente en el Consejo Profesional de Ciencias Económicas.