En los inicios de la década de los noventa, cuando la prensa del mundo analizaba las consecuencias de la implosión de la Unión Soviética, leí la misma cita atribuída a dos personas distintas: a Francois Furet, el académico francés experto en la Revolución de 1789, y al líder chino Den Xiaoping, el arquitecto del inicio de las reformas económicas en su país.
El concepto, que cito de memoria, decía que “ doscientos años son insuficientes para analizar el impacto de la Revolución Francesa en el desarrollo histórico”.
Es probable que esa noción sea válida desde la perspectiva de un historiador francés y un dirigente político chino, pero no parece apropiada para el análisis del significado de la Revolución de Mayo en la Argentina y justifica el despliegue que, entre otros, Clarín, La Nación y Página 12 le dedicaron.
De lo que pude leer, uno de los trabajos que más me atrajo fue el artículo que Daniel Larriqueta publicó el pasado miércoles 5 donde afirma que Buenos Aires “nutrida por la liberalidad, el cosmopolitismo, la riqueza y el sentido innovador” produjo una revolución diferente y que “ de ella deriva el formidable vigor de la Argentina, que se puso al frente de la vanguardia continental, abrió el cauce a nuestros abuelos inmigrantes, ofreció una gran tarea de educación e inclusión y formó una conciencia profunda que cuajó en que aún mucho después, en 1983, fuera también la Argentina la que encabezara en la región la reconstrucción de la democracia”