Aún sin conocer el número final de enfermos y víctimas fatales -en el mundo hay, al momento de escribir estas líneas, cerca de 16 millones de casos y más de 600.000 muertos- las consecuencias de la pandemia, en términos económicos y sociales, son dramáticas e históricas tanto a escala global, como en la región de América latina y, también, en nuestro país.
Según la OIT, las horas de trabajo perdidas en el mundo en el segundo trimestre de este año son equivalentes a alrededor de 300 millones de empleos de tiempo completo. Por su parte, Oxfam, la organización localizada en Londres, basándose en estudios de la UN University calcula que se sumarán 500 millones de personas, el equivalente al 8% de la población mundial, al contingente de pobres del mundo.
Para nuestra región de América Latina, en tanto, la CEPAL estima que cerca de tres millones de empresas cerrarán sus puertas, y que la riqueza por habitante caerá este año a valores equivalentes al año 2010, consolidando así una nueva década perdida en términos económicos.
Frente a este panorama dramático, donde crecen los miedos individuales y las angustias sociales -que son nutrientes para la emergencia o avances de liderazgos autoritarios-, la primera responsabilidad de los gobernantes de todas las latitudes es proveer certidumbre.