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Venezuela y los fantasmas del ’55

Por Loris Zanatta

Publicado originalmente en el diario Clarín

En el Ángelus del domingo, el Papa mencionó la crisis venezolana. Usó las palabras que un Papa suele pronunciar en tales circunstancias: condenó la violencia, se unió al dolor de las familias de las víctimas, pidió una solución pacífica. Finalmente, agregó una palabra rara en su léxico: una solución “democrática”, especificó.

Es importante, si se tiene en cuenta que todos buscan su ayuda, pero hasta ahora ha dado la impresión de querer mantener cierta distancia; cosa que a muchos le resulta sorprendente, tratándose de un país católico de su hemisferio y marcado por una grave crisis humanitaria y política. A primera vista, todo es impecable: después de quemarse la mano con que había estrechado la de Nicolás Maduro, lanzándole un salvavidas providencial cuando el mundo se le caía encima, Francisco parece haber tomado nota de que el gobierno venezolano no piensa cumplir con ninguna de las condiciones para el diálogo. Por tanto, se habría resignado a la línea dura del episcopado venezolano, que al chavismo no las manda decir: es una dictadura, repite, culpable del hambre y la represión de los ciudadanos y decidida a crear un régimen totalitario. Raspando un poco por debajo de la superficie, sin embargo, no parece que las cosas sean exactamente así.

Al leer las condenas estentóreas del régimen pronunciadas por los obispos y el balbuceo tímido del Papa sobre el tema, se diría que viven en diferentes planetas; que de la crisis no tienen el mismo diagnóstico. No hace falta decir que en público expresan un total acuerdo. Pero fueron los obispos quienes pidieron ser recibidos por el Papa y quienes informaron a la prensa del apoyo que les brinda Francisco, quien por su parte no añadió nada: silencio.

El encuentro duró, por otra parte, apenas media hora. Nada en comparación con el tiempo concedido por el Papa a diversas personalidades argentinas de dudosas credenciales. ¿Será que el Papa expresa de esa manera su respeto por los episcopados nacionales, a los que en nombre de la colegialidad en la Iglesia reconoce una gran autonomía en la gestión de los asuntos locales?

Es lo que se podría pensar si el Papa no impartiera, cada día, duras lecciones a muchos gobiernos: escribe molesto al brasileño impugnando sus reformas, regaña al argentino por la tasa de pobreza, fustiga sin piedad a los gobiernos europeos por su política migratoria; la semana pasada expresó juicios tajantes sobre el sistema de pensiones italiano: aplauso fácil, utilidad nula. Pero sobre Venezuela, su colapso, el hambre, la violencia, la corrupción, el tráfico de drogas, sobre las recetas económicas y sociales que han arrasado con el país y sobre sus responsables, nada: palabras vagas. ¿Por qué?

La historia y las ideas de Bergoglio ayudan a entenderlo: permiten estar seguros de que le cueste mucho aceptar la divisoria entre democracia y dictadura evocada por los obispos venezolanos. En cambio, le sonarámucho más familiar la distinción entre pueblo y oligarquía enarbolada por el régimen y el clero chavistas. ¿Acaso Chávez ayer, como en un tiempo Perón, no amaban erigirse en redentores del buen pueblo cristiano del “pecado social”, achacado a la oligarquía liberal? ¿No es el chavismo, como lo fue el peronismo, un típico movimiento nacional popular empapado de cristianismo espontáneo y por lo tanto meritorio, según dijo Bergoglio un día, de su preferencia? ¿Y no son jóvenes de clase media, de esa clase que el Papa llamó un tiempo “clase colonial” por su estilo de vida demasiado individualista, a conducir la revuelta?

Es fácil imaginar que la crisis venezolana evoque en Bergoglio los trágicos días de 1955, cuando la Iglesia argentina inspiró el levantamiento militar que derrumbó Perón y un abismo se abrió entre ella y el pueblo católico del peronismo; un trauma del que nunca se recuperó, tanto que el fantasma peronista la laceró siempre, como laceró el país que pretendía compactar en nombre del catolicismo. Y eso que el peronismo entonces, como hoy el chavismo, había perdido todo rasgo democrático y cumplido grandes pasos hacia la edificación del orden totalitario. Entre una democracia de minorías y una tiranía en el nombre del pueblo, además cristiana, mejor la segunda: así pensó desde entonces buena parte del clero argentino, ansioso de librarse de la infame acusación de apoyar a la oligarquía. No es nada casual que el régimen de Chávez le impute exactamente lo mismo al episcopado venezolano, y que a menudo invoque al Papa para combatirlo. Si es así, se entiende el evidente empacho de Francisco sobre Venezuela, su bajo perfil. Su corazón late por el pueblo chavista; pero el chavismo ha cruzado el Rubicon y ya no es defendible, un poco como el kirchnerismo, fragmento desviado del peronismo.

Sin embargo, queda pendiente un gran problema. La Venezuela de 2017 no es la Argentina de 1955 y el mundo no es ahora lo que era entonces. El pueblo de los electores y el pueblo de Dios no son ya el inquebrantable haz que un tiempo garantizaba cómodas mayorías a chavismo y peronismo; los ciudadanos son hoy muchos más celosos de la democracia que hace 60 o 20 años. Parece, por lo tanto, más evidente que nunca que el pueblo tan evocado es un mito erosionado por la historia, como lo es la llamada oligarquía; que la visión del mundo basada en esas categorias es inadecuada.

¿Se vio alguna vez una “oligarquía mayoritaria”? ¿Un “pueblo” minoritario? Es lo que está sucediendo en Argentina y Venezuela. Esto confirma lo que algunos agudos religiosos argentinos habían entendido en el pasado y que tan claro le resulta hoy a los obispos venezolanos: que la democracia le conviene al pueblo y le conviene al Evangelio. Convencido o no, el Papa ha indicado en ella la solución, 85 muertos después de estrechar la mano de Maduro.

https://www.clarin.com/opinion/venezuela-fantasmas-55_0_BJUV-B2VZ.html

 

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